Florencia Bohtlingk

Domingo, 27 de marzo de 2016

ARTE > Florencia Böhtlingk,

 

MI TIERRA ROJA

Cerros, 2011

La obra de Florencia Böhtlingk, entre el virtuosismo y lo lírico, se inscribe en la tradición de la pintura paisajística argentina. Es una pintora de las regiones altas de arcilla y selva, de río y arboleda, pero también es cosmopolita, con raíces distantes: tiene algo de Matisse, algo de Vrubel, influencias brasileñas, japonesas y parisinas. En Misiones, su libro de más de trescientas páginas, que acaba de editar Mansalva, queda plasmada su experiencia litoraleña, la de salir al monte a pintar a mano alzada, una bitácora de su vida en la selva en acuarelas y algunos dibujos a lápiz.

 

 

Por Claudio Iglesias

 

Decía el historiador nacionalista José León Pagano que la quintaesencia del arte argentino había que buscarla, no en el pasaporte de los artistas, sino en las regiones y en sus materiales de origen: en la madera misionera tallada por los indios bajo el rigor de la Compañía de Jesús; o en los colores de la sierra cordobesa que entienden los melancólicos como Fernando Fader; o en la ribera sanisidrense, plagada de hierbajos y contrabando, que Pueyrredón pintaba bajo una luz oblicua desde los altos de su quinta. El arte es paisaje y el paisaje es un espejo que se traga todo: lo de afuera no rebota, sino que se asimila. Rusos, croatas o franceses, todos pueden poblar el país y pintarlo. Bajo causas eficientes diversas, el arte argentino acusa una causa material siempre idéntica, un sedimento de nacionalidad que se filtra.

 

Florencia Böhtlingk es una pintora de esas regiones altas de arcilla y selva: una pintora del río y la arboleda enredada. Pero también es una pintora cosmopolita y con raíces espectacularmente distantes: tiene algo de Matisse y tiene algo ruso. También algo brasileño y algo japonés. Aunque decir todo eso lleva en una sola dirección: indudablemente Florencia Böhtlingk es, por adopción, una pintora parisina. Misiones para ella es una Polinesia intelectual, una zona misteriosa dotada de sentimientos y recuerdos como el planeta Solaris de Stanislav Lem. El salto de agua que pinta una y otra vez pareciera que le habla o le trae noticias de un universo paralelo.

 

Por eso para acercarse a las acuarelas de Böhtlingk hay que cerrar los ojos. Hay que imaginarse a Vrubel muerto de calor en la selva, a Hockney varado en una hondonada con plantas que parecen cebras, troncos violetas y caídas del azul al amarillo que encarnan el agua, la tierra, el tronco, todo junto, ese “caos de estructura superior”, como dice Alejo Ponce de León en la contratapa del libro que acaba de sacar Mansalva, “en el que se enciman humores, flores, temperaturas”.

 

Después de estudiar con Demirjian, con Kuitca y con Noé, Böhtlingk hizo su camino entre pintores. Hizo una parva de muestras en Buenos Aires y otros lugares pero siempre tuvo su eje de gravedad en otro lado, donde hay flores desesperantes y arroyitos mansos. Con un pie en la inteligencia más técnica de la pintura y el otro en la actitud calculadamente naïve al pintar, ha acostumbrado a su público a un ballet de virtuosismo y a un clímax lírico recurrente, tanto en sus retratos como en sus paisajes.

 

Misiones devuelve como relato lo que fue sucediendo como necesidad: salir al monte a dibujar casi a mano alzada. En trescientas y pico de páginas, con estudio preliminar de Santiago Villanueva y un diseño suave de Javier Barilaro, vemos la bitácora de su vida en la selva merced a cuantiosas acuarelas y algunos dibujos a lápiz.

 

Para medir a Böhtlingk con una vara fiel que no sea la de la pintura internacional moderna donde se maneja más cómoda, Villanueva remite al lector a los paisajistas de la escuela argentina, sobre todo aquel que se abocó al paisaje del litoral profundo: Carlos Giambiagi. También a él, anarquista y soñador, le encantaban la tierra regada por muchos ríos, la salvajura, la distancia mental con la ciudad y la usura. Pero no estaba solo ni quería aislarse. Escribía desde su retiro caluroso unas cartas llenas de elegía y con un poco de afectación. Son, Giambiagi y Böhtlingk, dos pájaros que picotean del mismo tronco: el de la ternura mezclada con ironía, la alegría benévola que por sus propios medios se vuelve inteligencia.

 

Allí está entonces la pintora, un poco perdida entre el calor y los insectos. Acaba de llegar y no es oriunda de la zona. Böhtlingk, dice Villanueva, va “de la rápida anotación a la descripción minuciosa, y de una narración rutinaria a la aparición de lo inesperado”. La acuarela se muestra sincera con su soporte: el anotador, el bloc sencillito que una artista deja sobre el mantel de hule en la mesa de la galería a 45 grados de calor a la sombra.

 

Pero Villanueva descubre, en este idilio, una contradicción aguda. Por un lado, adhiere a rajatabla a la hipótesis de Pagano (y antes de Taine): la tierra es el factor condicionante; el arte nace de ella sola. Por otro lado, le discute Juan Rómulo Fernández justamente esta prevalencia del elemento local sobre la técnica. “Es la pintura la que construye un paisaje”, afirma en el polémico estudio preliminar. El artista entonces tiene la última palabra y conforma el mundo a su antojo: su fuerza es la técnica y el paisaje es el desafío por resolver. Y la paradoja es que los dos modelos son compatibles con el trabajo de Florencia Böhtlingk.

 

Demos por sentado que la naturaleza misionera es caótica y que la artista tiene la tarea de darle un orden, como si empezara a ponerle nombre a las flores de la selva virgen. No discutamos si las ideas de Böhtlingk vienen de las escuelas de pintura de Buenos Aires, de los museos de Europa o de lo que ven por primera vez sus ojos. Lo que ocurre con Misiones es un milagro que engloba lo paradójico. Tiene que ver con lo que los filósofos han llamado emergencia: algo nuevo que reúne a todas las partes previas y sin que medie razón alguna las trastoca y subsume en un orden desconocido. Un asado cosmológico: un homenaje a la irreversible transformación.

 

La historia de Böhtlingk con el litoral es extensa: nacida en 1966 en Santa Fe, comienza a viajar al monte misionero en 1993. Tiene la idea de estudiar la selva en detalle y para eso usa el papel. Busca una vista, se sienta en una piedra y abre el bloc. Utiliza lápices y también marcadores. Decir acuarela es una forma de generalizar: se trata de estudios rápidos donde los tonos más sencillos se distribuyen de forma muy cruzada y fuerzan a la pintora a buscar, resolver, inventar cosas nuevas. En algunos (como Niebla Tao, de 2014) las chorreadas y las tintas más oscuras forman algo parecido a un ideograma. La selva se abre como una lengua desconocida que pone al cerebro en marcha, lo estresa, lo presiona. Y no hay nada más seductor para un artista que la presión y el sentido de la necesidad.

 

Böhtlingk va avanzando por ese terreno de malezas y cosas nunca vistas y en cada imagen deja formulado un problema: cómo hacer un salto de agua usando solo blanco, cómo deshacer el límite entre la crecida y el suelo, cómo trabajar la niebla y la distancia entre los árboles con un solo color, estos son algunos de los pequeños enigmas que va planteándole a quien pasa las hojas. Y son estos interrogantes los que estructuran el diálogo, el contrapunto entre la capacidad técnica de Böhtlingk y todo el material que se le viene encima al pintar y que tiene un lenguaje propio: la naturaleza, en sentido amplio.

 

Volvamos entonces a la cuestión de las influencias y al dilema de Villanueva: o el artista le impone la técnica al paisaje, disociándolo de cualquier localismo, o el paisaje condiciona la forma de pintarlo, diluyendo la autoría en la nacionalidad. (Este es el dilema que enfrenta, dicho con otras palabras, el anhelo de un arte avanzado y a la vez propio, moderno y al mismo tiempo enraizado.) Ante la disyuntiva vale la pena retomar la mirada sobre el paisaje que tenían los círculos artísticos anarquistas de 1900, una mirada que no ponía el acento en la idiosincrasia nacional ni en la actualidad de la técnica sino en la hermandad afectiva y en el vínculo del arte con la naturaleza. Para artistas como Giambiagi, la idea del arte como una fraternidad no limitada por la nación, la raza, ni siquiera la especie, era el fundamento para distinguir el interés regional de cualquier reclamo de nacionalidad. Mis amigos los árboles, el título del cuadro de Martín Malharro de 1911, es una declaración de principios: el paisaje así entendido preexiste a su discusión política, como dice Ponce de León. Giambiagi y Malharro pintaban un litoral cromáticamente libre; Böhtlingk, ella también, pinta una Misiones desregulada y secreta, al mismo tiempo abierta y cerrada, un oasis en el que las contradicciones se resuelven. “Hay que empezar por amar, hay que estudiar el árbol”, decía Giambiagi. Böhtlingk estudia y ama; razona y cree: verbos que unen la libertad y el compromiso. El árbol también es la niebla, la radio FM, los pájaros, el chamamé querendón. Misiones es paisaje pero también es la casa, la hamaca paraguaya, las uñas de sus pies y algo parecido a una utopía: una idea del arte y la vida.

 

En su introducción, Villanueva propone la metáfora de la frontera, el espacio en el que la nacionalidad se desdibuja: una zona desregulada, intrínsecamente anárquica. Misiones, así entendida, es esa tierra virginal de los confines, la “tierra barata” que Giambiagi y Osvaldo Quiroga habían encontrado al borde del río y no el paisaje que el Estado reclama como un espejo suyo. En la discusión sobre el lugar del paisaje en el arte argentino, el concepto de nación siempre estuvo presente y al mismo tiempo nunca se supo dónde ponerlo, como un mueble familiar muy viejo y demasiado aparatoso para una habitación moderna. Böhtlingk de alguna manera lo esquiva con un gracejo muy suyo. Su pintura mira en todas direcciones: hacia África, hacia Europa, hacia Japón, hacia Brasil y hacia el río Paraná, como si todo saliera de un mismo tronco, como si todos los árboles fueran amigos.

 

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